1.12.17

La Casa Vacía

Texto escrito el verano de 2016 para el Libro de las casas Bellas, ed. Kireei.
Ilustración Raquel Martín






—No la encontré yo, esta casa. Pasé meses buscando. Unos días decidía que debíamos vivir en el barrio que da al mar, otros me enamoraba de los zócalos y las vigas de un caserón que se hundía a trozos. Recuerdo que me encapriché de una planta baja que daba a una plaza con una fuente, pero cuando ya íbamos a entregar la paga y señal, pensé que era mejor buscar un piso amplio en una zona residencial. ¡Tu abuelo se desesperaba conmigo! Finalmente tomó las riendas de la situación y en un par de semanas encontró este ático de techos altos y suelos de colores.  

Con el cuerpo acomodado en el butacón, sostiene una taza de leche caliente y anís. Yo la escucho sentada en la alfombra, los codos clavados en la mesilla de cristal, mientras acaricio el hilito dorado de mí tazón. Fuera, con un lamento, el viento empieza a mecer la noche.

—Recuerdo que cuando nos plantamos en el rellano y vi la enorme puerta roja, pensé que tu abuelo me estaba tomando el  pelo. ¡Madre mía, aquello parecía la entrada de un burdel! Pero al cruzar el umbral, intuí que era perfecto para la familia que deseábamos formar. Un largo pasillo para que los hijos aprendieran a andar, un salón luminoso donde invitar a los amigos a comer, una cocina amplia para trastear… Así que quitamos el rojo de la puerta, pintamos las paredes de crema y llenamos la terraza de flores.        

La contemplo como se recoge el pelo en un moño alto de melancolía y plata. Se anuda el quimono de seda a la cintura:

—Vamos a terminar con esto de una vez —dice incorporándose.

La sigo hasta la cocina.  Enjuaga los tazones, los seca con cuidado, los envuelve en papel de periódico y los introduce dentro de una caja de cartón. Cojo mi bolso, que reposa encima de una torre de platos embalados.

—Menudo vendaval para una noche como esta —murmulla escudriñando la calle a través de la ventana del fregadero.

—Intenta descansar, abuela. A las ocho llegará el camión de mudanzas. Yo estaré aquí un poco antes para ayudarte ¿vale?

— ¿Por qué no te quedas?

Apenas me mira, concentra su atención en un montón de paños que va metiendo dentro de una bolsa. Parece como si hubiese empequeñecido, como si fuese un gorrión asustado que en cualquier momento se pondrá a volar golpeando las paredes de este hogar vacío. Vuelvo a dejar el bolso donde estaba. Algo cruje en el salón, quizás alguna balda que al sentirse vacía se aposenta:

—Al acostarme, cuando la casa se queda en silencio, todavía oigo la respiración de tu madre y de tu tío en la habitación de al lado. Y al mediodía, la cocina siempre huele a café, a ese café que durante tantos años nos tomábamos después de comer. ¿Sabes?, algunas madrugadas me despierta el suave rascar en las baldosas de unos piececitos que se acercan a mí cama. Y aunque no te lo creas, hay días que al pasar junto al salón veo a tu abuelo leyendo en el butacón. Deshago mis pasos para contemplarlo, y ya no está, pero sobre la tapicería su cuerpo ha dejado un surco donde se posa la luz que entra por la galería, y me siento, y noto el calor, y no alcanzo a saber si ese calor es el de su presencia, o el sol de la tarde —deja lo que está haciendo y agacha la cabeza—. Todo eso no se empaqueta, no lo puedo meter en una caja.

A punto estoy de soltar una banalidad para consolarla, pero me callo. Entiendo que está hablando de algo que no está pegado a las cosas. De algo que habita en este piso y que va a desaparecer mañana mismo, nada más bajar el primer peldaño.

—Te pondré otra manta. La noche está fría —dice alejándose por el pasillo—. No te olvides de apagar las luces cuando te acuestes, cariño.


Salgo a la terraza. El viento zarandea los árboles del paseo. Cierro los ojos y dejo que me sacuda. Una maceta de albahaca pierde el equilibrio y esparce su tierra junto a mí. Justo cuando me agacho para enderezarla, una fuerte ráfaga cierra el ventanal a mis espaldas con un golpe seco. Al darme la vuelta, veo pasar a la abuela luciendo un vestido rojo y el pelo suelto. Acerco la nariz al cristal y con la mano ahogo mí sorpresa. Estamos todos. La mesa es un revoltijo de migas de pan, envoltorios de polvorón, copas esparcidas y trocitos de rosco. El árbol de Navidad destella alegre al fondo del salón. Con una determinación temblorosa, empujo la puerta. El murmullo de las voces, la carcajada de mi tío, el jolgorio de los primos y una oleada dulzona de almendras y ciruelas asadas, me acoge. Me siento en una silla vacía. Nadie parece sorprenderse de mi presencia. En el butacón, el abuelo dormita. Con los dedos, desmenuzo un trocito de turrón y mi garganta se afloja.



Ya está todo cargado en el camión de mudanzas. Después del vendaval, el día ha amanecido azul. La abuela espera en el rellano. En el último momento ha decidido llevarse la maceta de albahaca y la sostiene en el regazo. Cierra tú, que me faltan manos, me pide. Dudo de si son manos o voluntad, lo que le falta. El estruendo de la puerta me achica por dentro, pero como si algo me empujara, hurgo en el bolso y saco la polaroid que me regaló el abuelo las Navidades antes de fallecer. Venga abuela, ponte junto a la puerta. Ella remolonea, pero finalmente consigo que acceda. Abraza la maceta y sonríe. Disparo y nuestras cabezas se juntan para contemplar como la imagen se va volviendo nítida. La abuela aparece preciosa, rodeada de hojas verdes. Y tras ella, la inmensa puerta de roble se tiñe de rojo, un rojo intenso. Me abraza. Siento su fuerza y su temblor, y algo se desarma entre nosotras. Susurra, tenía tanto miedo de despedirme de una puerta que todavía no estuviera cerrada, tanto.
  
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—No la vaig pas trobar jo, aquesta casa. Em vaig passar mesos buscant. Hi havia dies que decidia que havíem de viure al barri marítim, d’altres m’enamorava dels sòcols i les bigues d’un casalot que queia a trossos. Recordo que em vaig encaterinar d’una casa que era davant d’una plaça que tenia una font, però quan estàvem a punt d’entregar la paga i senyal, vaig decidir que ens convenia més un pis lluminós en una zona residencial. El teu avi estava desesperat amb mi! Finalment va agafar les regnes de la situació i amb un parell de setmanes va trobar aquest àtic de sostres alts i terres de coloraines.

Amb el cos recollit a la butaca, té entre les mans una tassó de llet calenta i anís. Jo l’escolto asseguda a la catifa, amb els colzes clavats a la tauleta de vidre, acariciant el filet daurat de la meva tassa. Fora, amb un udol, el vent comença gronxar la nit.

—Recordo que quan ens vam plantar al replà i vaig veure la porta vermella, vaig pensar que el teu avi m’estava prenent el pèl. Mare meva, allò semblava una casa de barrets! Però al travessar el llindar de la porta, em vaig adonar que era perfecte per la família que desitjàvem formar: Un llarg passadís on els nens podien aprendre a caminar, una sala lluminosa per convidar als amics a dinar, una cuina ampla on trastejar... Així doncs, vam treure el vermell de la porta, vam pintar les parets de color crema i vam omplir la terrassa de flors.

La contemplo com s’entortolliga el cabell en un monyo alt de melancolia i plata, i fa un bon nus al cinturó del quimono de seda:

—Vinga, acabem-ho ja —diu incorporant-se.

La segueixo fins la cuina. Ensabona les tasses, les eixuga amb compte, les embolica amb paper de diari i les posa dins d’una caixa de cartró. Agafo la meva bossa, que reposa sobre una torre de plats embalats.

—Quina ventolera per una nit com aquesta —murmura escodrinyant el carrer a través de la finestra de sobre la pica.

—Intenta descansar, àvia. A les vuit arribarà el camió de la mudança. Jo seré aquí una mica abans per ajudar-te, eh?

—Per què no et quedes?

Amb prou feines em mira, concentra la seva atenció sobre una pila de draps de cuina que va posant dins d’una caixa. Sembla com si hagués empetitit, sembla un pardal espantat que en qualsevol moment es posarà a volar colpejant les parets de la casa buida. Torno a deixar la bossa on era. Alguna cosa espetega a la sala, potser una lleixa que, al sentir-se buida, s’hi posa bé:  

—Quan sóc al llit i la casa està en silenci, encara ara sento la respiració del teu pare i la teva mare a l’habitació del costat. I al migdia, la cuina sempre fa olor a cafè, a aquell cafè que durant tants anys vam prendre havent dinat. I saps què? A vegades, de matinada, em desperto perquè sento a les rajoles el suau frec d’uns peuets descalços que s’apropen al meu llit. I encara que et sembli increïble, hi ha dies que al passar per davant de la sala veig al teu avi llegint a la butaca. Desfaig els meus passos per contemplar-lo i ja no hi és, però sobre la tapisseria, el seu cos ha deixat una solc on reposa la llum que entra per la galeria, i m’hi assec, i noto l’escalfor, i no acabo d’endevinar si aquella escalfor és la de l’avi, o si és el sol de la tarda—deixa el què està fent i abaixa el cap—. Saps? Tot això no ho puc empaquetar, no ho puc posar en una caixa.

Estic a punt de dir qualsevol banalitat per consolar-la, però callo. Entenc que està parlant de quelcom que no està enganxat a les coses. D’alguna cosa que habita en aquest pis i que desapareixerà demà mateix només tancar la porta.

—Et posaré una bona manta. Sembla que farà fred aquesta nit —diu allunyant-se pel passadís—. Apaga bé els llums quan vagis al llit, reina.



Surto a la terrassa. El vent fa anar a batzegades els arbres del passeig. Tanco els ulls i deixo que em sacsegi a mi també. Un test d’alfàbrega perd l’equilibri i escampa la terra. Just quan m’ajupo per redreçar-lo, un cop de vent tanca la vidriera. Amb l’ensurt em giro i veig passar l’àvia amb un vestit vermell i la cabellera solta. Apropo el nas al vidre i amb la mà ofego la meva sorpresa. Hi som tots. La taula és un garbuix de molles de pa, embolcalls de polvoró, copes esteses i trossets de neula. L’arbre de nadal fa pampallugues, alegre, al fons del saló. Amb una determinació tremolosa, empenyo la porta. Les riallades del meu tiet, l’enrenou dels meus cosins i una bafarada dolça d’ametlles i prunes rostides, m’acull. M’assec a una cadira buida. No sembla que la meva presència sorprengui a ningú. A la butaca, l’avi està endormiscat. Amb els dits desfaig un trosset de torró sobre les estovalles i la meva gola s’afluixa.



Ja ho tenim tot carregat al camió. Després de la ventolera, el dia s’ha aixecat blau. L’àvia m’espera al replà. A l’últim moment ha decidit endur-se el test d’alfàbrega i el carrega entre els braços. Tanca tu, que em falten mans, em demana. Dubto de si són mans o voluntat, el què li falta. El cop de porta m’estreny per dins. Amb un impuls sobtat, remeno la meva bossa i en trec la polaroid que em va regalar l’avi el nadal abans de morir. Vinga àvia, posa’t davant la porta. Ella fa el ronso, però finalment aconsegueixo que accedeixi. Aguanta el test i somriu. Després de disparar, els nostres caps es toquen per contemplar com la imatge es va tornant nítida. Se la veu preciosa, envoltada de fulles verdes. I rere d’ella, la porta de roure es va tenyint de roig, un roig intens. M’abraça. Sento la seva força, sento el seu tremolor,  alguna cosa es desfà. Tenia tanta por d’haver-me d’acomiadar d’una porta que encara no estigués tancada, xiuxiueja.

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